"Un Caballero de Cristo es un cruzado en todo momento, al hallarse entregado a una doble pelea: frente a las tentaciones de la carne y la sangre, a la vez que frente a las fuerzas espirituales del cielo. Avanza sin temor, no descuidando lo que pueda suceder a su derecha o a su izquierda, con el pecho cubierto por la cota de malla y el alma bien equipada con la fe. Al contar con estas dos protecciones, no teme a hombres ni a demonio alguno."
La orden del Temple surgió a principios del siglo XII en
Jerusalén, a partir de un grupo de caballeros que se declararon donados o
servidores del Santo Sepulcro y se dieron como misión defender los Santos
Lugares frente a los musulmanes. Dotada de una regla monástica y tutelada
directamente por la Santa
Sede , la Orden
tenía un doble carácter, religioso y militar, rasgo que puede chocar a nuestra
mentalidad del S. XXI, pero que resultaba ampliamente aceptado en el contexto
de la Edad Media
y del periodo de las Cruzadas. Pese a ello, no fue fácil, en el momento del
nacimiento de la nueva orden, realizar la fusión entre el caballero y el
religioso. La Iglesia
cristiana, que en sus orígenes era esencialmente pacifista, tuvo que modificar
su ideología sobre la guerra hasta llegar a una concepción nueva, cuyo modelo
fue el Temple.
En sus primeros tiempos, el cristianismo se oponía a las
acciones bélicas. No obstante, ya en las obras de san Agustín (S. V) y san
Ildefonso (S. VII) se empieza a presentar una justificación de la guerra. El
camino en esta evolución empezó con la elaboración del concepto de la guerra justa,
es decir, «guerra legal» o «guerra lícita», aquella que se emprendía para
defender a la Iglesia ;
por ejemplo, para oponerse a las invasiones de los bárbaros. En una época en que el patrimonio de la Iglesia se encontraba
amenazado por la anarquía feudal, la violencia era justificable si servía a la
defensa de las posesiones del Papa (el Patrimonio de San Pedro) y en general de
los bienes eclesiásticos. La
Iglesia intentaba así encauzar la violencia de la
aristocracia guerrera que amenazaba a los débiles e indefensos. Una primera
manifestación de esta tendencia fueron los concilios de Paz y Tregua de Dios,
que se hicieron frecuentes desde el S. XI y que prohibían la puesta en marcha
de acciones armadas en determinados periodos del año.
El último eslabón en la adopción de una nueva mentalidad
guerrera en la Cristiandad
lo constituyó el concepto de guerra santa. La guerra resultó sacralizada por
dos motivos: la bondad de la causa y la demonización del enemigo. Estos dos
motivos se aunaron en las cruzadas, que tenían como fin la recuperación de los
Santos Lugares, lo que a su vez entrañaba la lucha contra los infieles, los
enemigos de la fe. De este modo, el combate contra los paganos adquirió
carácter penitencial porque perdonaba los pecados, al mismo tiempo que abría
las puertas del paraíso a los que morían en la batalla. La guerra santa de los
cristianos confluyó de este modo con el concepto islámico de yihad (que se
define, en sentido estricto, como la lucha para el verdadero triunfo de la
religión sobre la impiedad). La diferencia reside en que en la doctrina de
Mahoma, como en el Antiguo Testamento, la guerra estaba prohibida desde sus
orígenes, ya que política y religión iban unidas. En cambio, en el cristianismo
la sociedad civil era laica y autónoma respecto al clero; por este motivo, la Iglesia tuvo que seguir
una sofisticada evolución doctrinal hasta llegar a sacralizar la guerra.
Con el triunfo del ideal de la guerra santa, los santos
cristianos –que antes eran mártires, religiosos y anacoretas– se convirtieron
en santos guerreros, participando en batallas o ayudando a los ejércitos. Baste
recordar la leyenda de la intervención milagrosa del apóstol Santiago en la
batalla de Clavijo (supuestamente librada en el S. IX entre Ramiro I de
Asturias y Abderramán II), o la del caballero con armas blancas que los
sarracenos dijeron haber visto en la conquista cristiana de Mallorca en 1229,
que se identifica con san Jorge. De esta manera, los términos milites Dei y
milites Christi, «soldados de Dios» y «soldados de Cristo», que hasta entonces
se referían a los cristianos que libraban un combate espiritual con las armas
de la oración, pasaron a designar a los guerreros que combatían con la espada a
los infieles. La aparición de la orden del Temple abrió a los cristianos
una nueva vía de santidad a través de la guerra contra el enemigo, tanto en el
plano espiritual como en el corporal. Hugo de Payens, el primer maestre de la
orden, afirmaba que la culpa y el pecado residían en la intención y no en el
acto en sí: de este modo, quien mataba a un enemigo pecaba si lo hacía con
odio; en cambio, era inocente si lo hacía con ánimo puro.
A instancias de Hugo de Payens, san Bernardo, abad del
Císter, escribió entre 1126 y 1129 el Elogio de la nueva caballería. Aunque este
último quizá creía que el ideal del Temple era inferior al monástico, apoyó la
nueva comunidad en bien de la
Iglesia , lo que procuró a la Orden un precioso reconocimiento en el seno de la
misma gracias al prestigio de su valedor. Pero era todavía necesario el
reconocimiento oficial de las autoridades eclesiásticas, que llegó con el
concilio celebrado en Troyes (Francia) en 1129, en el que se dotó a la orden de
una Regla. Esta Regla, que no fue redactada directamente por san Bernardo pero
sí inspirada por él, compendiaba la nueva religiosidad encarnada por los
templarios: «Nos dirigimos en primer lugar a todos los que desprecian
secretamente su propia voluntad y desean con un corazón puro servir al Rey
Soberano en calidad de caballeros, y con firme diligencia desean llevar, y
llevar permanentemente, la nobilísima armadura de la obediencia», se lee en su
prólogo.

Conseguir la unión armónica de la vida religiosa y la vida
guerrera no era tarea fácil y, por este motivo, la Regla suprimía lo superfluo
de cada una de ellas. Así, mediante directrices «antiascéticas» se intentaba
eliminar de la conducta de los templarios aquellos elementos de la vida
religiosa que, llevados al extremo, podían afectar a su actividad como
guerreros. Por ejemplo, se prohibía a los hermanos que comieran de un mismo
plano a fin de evitar la tendencia a ayunos exagerados que los debilitarían en
la batalla. Con el mismo objetivo, también se dispensaba de los rezos matinales
o de asistir de pie al oficio divino si el caballero estaba fatigado. Además,
impidiendo de esta forma las actitudes extremas de ascetismo, se conjuraban
posibles desvíos heréticos. Por otra parte, por medio de normas «antiheroicas»,
se reducía a su mínima expresión el afán de lucimiento que caracterizaba a la
caballería profana: se prohibía la exhibición de la fuerza física y se
desaconsejaba la participación en justas y torneos para realizar proezas
individuales. Los templarios tenían también prohibida una de las principales
ocupaciones de los guerreros: la caza. La única excepción era la caza del león,
a causa del peligro que este animal suponía en los caminos de Oriente y porque
simbolizaba el mal, es decir, los enemigos de la Cristiandad.
En el contexto de las nuevas ideas sobre la sacralización de
la guerra, la institución de los templarios suponía un cambio en la sociedad y
en la espiritualidad de la
Edad Media. Hasta entonces, los fieles que deseaban
consagrarse a Dios, los clerici, debían abandonar el mundo, y el claustro o el
sacerdocio constituían las vías de la religiosidad suprema. Con la aparición de
la orden del Temple se abría una tercera vía para alcanzar la santidad: ser
religiosos y al mismo tiempo pertenecer a la clase de los guerreros, alcanzar la Jerusalén celeste y la Jerusalén terrestre.
Esta nueva vía entrañaba una alteración en la división tradicional de la
sociedad medieval en tres estamentos absolutamente separados entre sí: oratores
(religiosos), bellatores (guerreros) y laboratores (los que trabajan). Los
templarios, en efecto, fueron a la vez oratores y laboratores. Por esta razón,
su regla resultaba, en palabras de la historiadora Simonetta Cerrini,
«antiascética para los frailes y antiheroica para los caballeros».
Los templarios vivían en conventos en los que ingresaban
después de una ceremonia de recepción, como en otras órdenes religiosas. Como
en ellas, hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. Aunque su Regla es de
inspiración claramente benedictina, la liturgia procedía de la antigua basílica
del Santo Sepulcro y se adaptaba a la religiosidad de los lugares en los que la Orden se implantaba, como
muestran los libros litúrgicos atribuidos a los templarios que se han
conservado. Una constante del Temple fue la asimilación de las peculiaridades
lingüísticas, artísticas y de todo tipo de los lugares en que se hallaba
implantada.
Los templarios representaban el ideal del monje-guerrero. En las actas del proceso de supresión de la Orden , los templarios dieron
cuenta de sus hábitos religiosos: limosnas a los pobres, rezos y devoción a la Virgen. También se
decía que las capillas templarias tenían gran riqueza de ornamentos para el
culto divino, sólo igualada por las catedrales. Esta afirmación parece un poco
extraña a la luz de nuestros conocimientos, puesto que pocas riquezas de este
tipo se han conservado. Por los inventarios realizados después de la supresión
de la Orden
sabemos, sin embargo, que los templarios poseían valiosos objetos de culto como
cruces, hermosos libros, casullas bordadas o preciosos relicarios.
El Temple, como la orden del Hospital de san Juan y la orden
Teutónica, hizo una importante contribución al arte de la guerra en la Edad Media. En este
punto hay que distinguir entre la guerra –que comprendía emboscadas, asedios y
resistencias– y la batalla, el encuentro frente a frente. Contrariamente a la
impresión general, las batallas eran escasas, aunque en Tierra Santa fueran
algo más frecuentes que en los países de Occidente. Las órdenes militares
tenían la misión, gracias a su conocimiento político-militar, de conducir y
orientar el ímpetu incontrolado del conjunto de los cruzados, ante quienes
representaban el papel de una élite militar profesional.
La función de la organización de la orden del Temple en
Occidente fue siempre subsidiaria de Tierra Santa y encaminada a obtener
beneficios que eran enviados a Oriente en especias o en dinero. Sin embargo, la Península Ibérica
constituye una excepción ya que aquí los templarios participaron de manera
activa en la conquista cristiana. Para defender los territorios conquistados,
los templarios hispanos construyeron fortalezas que, a medida que la conquista
avanzaba, abandonaban su función bélica y se convertían en centros de
explotación agropecuaria a la manera de las encomiendas europeas. Los edificios
militares peninsulares incorporaron innovaciones poliorcéticas procedentes de
Tierra Santa que se conjuraron con la tradición constructiva de las fortalezas
anteriores de origen islámico y autóctono.
Al mismo tiempo, los castillos templarios, como los de las
demás órdenes militares, presentan una particularidad que los distingue de los
feudales: incorporaban junto a la capilla una galería que hacía las veces de
claustro, mostrando de manera evidente la doble vocación de frailes y soldados.
Importantes castillos peninsulares como Tomar y Almourol (Portugal) o Miravet
(Cataluña) nada tienen que envidiar en cuanto a sistemas defensivos a los de
Tierra Santa. Eran, eso sí, de dimensiones más reducidas, pues mientras en la Península Ibérica
la conquista avanzaba, en Oriente resistía o retrocedía. Los Estatutos abundan en prescripciones relativas a la
actividad guerrera de la Orden ,
hasta el punto de que la Regla
puede ser interpretada como un manual militar. En sus diversos artículos se
señalan las funciones de cada estamento, las jerarquías o la organización del
campamento: «Cuando el abanderado acampe, los hermanos deberían levantar sus
tiendas alrededor de la capilla y fuera de las cuerdas, y cada uno debería
estar con su tropa». Es posible que existiera un adiestramiento, aunque la Regla no es explícita en
este punto; pero las prescripciones sobre el comportamiento en campaña, sobre
cómo formar la línea de marcha o cómo ir en escuadrón, están perfectamente
reguladas.
Como en un ejército, la jerarquía del Temple estaba
claramente delimitada según los grados y las atribuciones correspondientes. Sus
miembros sabían cuál era su lugar y conocían perfectamente sus deberes. Del
mismo modo, se establecían las penas que se debían aplicar a los hermanos que
incumplían las normas: el estandarte no podía ser utilizado para golpear; no se
debía abandonar las filas sin permiso, actuar temerariamente o emprender
acciones individuales. Los castigos tenían diferentes grados; los más graves
acarreaban la pérdida del hábito y, en casos más extremos, la pérdida de la Maison , «la Casa », es decir, la expulsión
de la Orden. A principios del S. XIV, el Temple había cambiado. Como los
cristianos, los cistercienses o cualquier organización, la Orden había sufrido una
evolución, apartándose de los ideales de los primeros tiempos. Tampoco tenía ya
sentido entonces la caballería, y menos la religiosa. La diferencia entre la
orden del Temple y otras órdenes militares estribó en que éstas evolucionaron o
pudieron ser reformadas, mientras que aquélla no tuvo esta oportunidad.
Después de los últimos intentos de recuperar Tierra Santa,
Jacques de Molay, último maestre de la
Orden , regresó de la sede de Chipre a Europa. El Papa lo
había llamado para discutir sobre una nueva cruzada y sobre la unión de las
órdenes del Temple y del Hospital, fusión que Molay rechazó tajantemente.
Mientras, los caballeros hospitalarios se habían instalado en la isla griega de
Rodas, y podían presentarse como un elemento de contención de los ataques
turcos y como continuadores de la obra de cruzada. La orden Teutónica había
formado también un Estado teocrático en Prusia.
Los reyes europeos, en un periodo de desarrollo de las
monarquías centralizadas, consideraban las órdenes militares, que dependían del
Papado, como un obstáculo en su afán por controlar las iglesias de sus
respectivos países. El Temple se convirtió así en el objetivo codiciado del rey
de Francia, Felipe IV el Hermoso. En la lucha por la supremacía entre el Papado y el rey de
Francia, éste resultó vencedor. El papa Clemente V, que debía ser el garante de
la independencia de la Orden ,
tuvo que elegir entre los templarios y el honor del Papado. La elección no
ofrecía dudas: a su pesar, en 1312, en el concilio de Viena, el papa sacrificó la Orden y la suprimió, sin
embargo, nunca condenó a los templarios por herejía. Jacques de Molay, el
último maestre, murió en la hoguera en 1314 por orden de Felipe el Hermoso,
acabando así la historia del Temple.
Debido al misterio con que se ha adornado siempre la
historia de la Orden
del Temple, después de su disolución han ido apareciendo auto proclamados
sucesores de la misma. A principios de 1981, la Santa Sede se tomó el
trabajo de confeccionar una lista de organizaciones que se declaraban sucesoras
de los templarios y encontró más de cuatrocientas. Cierto que la inmensa mayoría de ellas no son sino grupos de
pantalla para cubrir otros fines, con prácticas que bordean el límite de lo
lícito, y, algunas otras, con un claro comportamiento sectario (como la famosa
secta Orden del Templo Solar). Incluso existen organizaciones delictivas.

Algunas asociaciones de esta lista, sin embargo, dedican su
trabajo a fines altruistas (los Caballeros de la Alianza Templaria ,
por ejemplo) o a fines menos prácticos pero inocuos (la Orden de los Caballeros del
Temple y de la Virgen
María y su dedicación a la alquimia) o algunas
"Hermandades o Maestrazgos", que en definitiva no son de linaje
templario, sino más bien proyectos personales. Algunas corrientes masónicas también dicen descender de los
templarios, como el Rito Masónico Templario y la Estricta Observancia
Templaria del Barón d'Hund, y algunos ritos masónicos tienen grados
relacionados con los templarios.
De hecho, Andrew Mitchell Ramsay, considerado
el padre de la masonería escocesa como la conocemos hoy en día, en su
"Discurso" afirmaría sin ambages que los cruzados habían fundado la
masonería en Tierra Santa, y que dicha masonería no era sino la Orden del Temple. Así, la
famosa Capilla Rosslyn sería atribuida sin fundamento a los templarios, dando
inicio a leyendas en las que se dice que escondieron en su ornamentación las
claves de su supuesto saber hermético y del lugar de su tesoro. Pero ninguna de las organizaciones existentes hoy en día
puede probar, en manera alguna, su efectiva y legal descendencia de la Orden fundada por Hugo de
Payens y sus Pobres Caballeros de Cristo.
Para terminar, fue el inmortal Dante en su magna obra La Divina Comedia , en
el «Libro del Paraíso», Capítulo XXX, versos 127-129, el que dio la última
noticia real de los Templarios:
"Como al que quiere hablar y no halla acento
me llevó Beatriz y dijo: Mira
Acerca de la Orden de los Caballeros Templarios, "El péndulo de Foucault" (Il pendolo di Foucault, 1988) es una
novela escrita por el semiólogo italiano Umberto Eco. Es considerado un libro antiiniciático y antiesotérico, debido a los matices
satíricos de la trama. Umberto Eco sigue su heterodoxia de dividir el libro no en
partes y capítulos, sino en secciones cuyo nombre esté relacionado con lo
narrado en ellas. Así como en "El nombre de la rosa" se dividía el relato en días
y los días en las horas monásticas, el relato de este libro se divide en ciento
veinte —número que surge reiteradamente en la novela— capítulos agrupados en
diez sefirot de la cábala hebrea. Cada capítulo tiene por título el comienzo de
un texto extraído de obras de nigromancia y ocultismo.
La novela es un relato en primera persona de uno de los tres
protagonistas, Casaubon. Al comienzo de la narración, se halla en el
Conservatoire National des Arts et Métiers, donde está un Péndulo de Foucault,
esperando un acontecimiento que ha de producirse en la noche inminente, del
solsticio de Verano. Mientras espera, cuenta la mayor parte de la narración en
forma retrospectiva, siempre recordando el pasado no muy lejano..
La novela puede ser considerada una gran crítica a todo el
esoterismo. Por un lado, el gran plan es dibujado por tres editores que intentan
superar a los escritores de textos ocultistas, a quienes desprecian, como mera
forma de evitar el aburrimiento. En un punto aún más satírico, para resolver
algunos enigmas del plan llegan a recurrir al uso de un computador personal
para que genere secuencias aleatorias de las que extraer información. Además, presenta una crítica a la base del esoterismo.
Umberto Eco desnuda en la novela el método de investigación que emplean todos
estos escritores, basado en las analogías. Partiendo de dos objetos
cualesquiera, primero se les busca una analogía, se otorga a ésta una
explicación y se intenta que esa explicación se apoye en otras analogías ya
empleadas.
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